Ceguera en el claustro

Ortodoxia
7 min readJan 7, 2021

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Me encontraba en el despacho de una profesora de universidad que aprecio mucho. En un momento dado se lamentó de que una colega no le contestara a su correo electrónico. “Me parece raro. Su actitud demuestra que no estoy entre sus prioridades. Las mías son…”. En último lugar mencionó a los alumnos.

Sólo ahora, al trabajar en la universidad, me doy cuenta de la gravedad de las palabras de la que fue mi profesora. Al mismo tiempo, no son de extrañar teniendo en cuenta que la enseñanza es una más de las tareas del docente universitario y que su utilidad para este es difícilmente medible. Según una encuesta realizada por un grupo de investigadores de la Universidad Carlos III de Madrid y de la Aalto University de Finlandia sobre el uso del tiempo del personal docente e investigador a tiempo completo de seis universidades públicas españolas, cuyos resultados se dieron a conocer en 2017, los encuestados dijeron dedicar, de media, el 40% de su tiempo a la docencia, el 33% a la investigación, el 17% a tareas administrativas, el 5% al servicio a la comunidad científica y el 5% a la transferencia de conocimiento a la sociedad.

Los encuestados manifestaron querer dedicar más tiempo, en primer lugar, a la investigación, en segundo lugar, a la transferencia de conocimiento a la sociedad y sólo en tercer lugar, a la enseñanza. Las razones que explican dicho orden de preferencia son ilustrativas de lo que pretendo comunicar. Los docentes encuestados deseaban dedicar más tiempo a la investigación porque lo consideraban de utilidad para su carrera profesional y para la sociedad. En cambio, no creían que el tiempo dedicado a la docencia y a la transferencia de conocimiento a la sociedad fueran útiles para sus carreras profesionales.

The Gambler (2014)-Rupert Wyatt

Mi experiencia profesional, aunque corta, me ha confirmado lo anterior. Salvo excepciones, la ambición del profesor universitario reside en acumular méritos que le granjeen reconocimiento fuera del aula, ya sea por firmar un mayor número de publicaciones, ya sea por participar en congresos científicos, proyectos de investigación o asociaciones dedicadas al estudio de su materia de especialización. ¿Hay algo malo en ello? En el ámbito empresarial, por ejemplo, la competencia entre los agentes económicos es celebrada y protegida porque se cree beneficiosa para el consumidor final. En el mundo académico, por el contrario, las carreras profesionales de los docentes se desarrollan, fundamentalmente, desde el individualismo, y las interacciones entre aquellos son, en comparación, más escasas.

Es más, la transmisión de los beneficios de la investigación académica (métodos y conocimiento adquirido) del profesor al alumno no suele ser habitual. Por si fuera poco, la ambición autista de los docentes les resta horas de dedicación a los alumnos. La imagen del profesor universitario desbordado por sus actividades profesionales, numerosas y variadas, es cada vez más frecuente.

Las críticas anteriores no obstan para reivindicar la utilidad que, para la formación del alumno, debería aprovecharse de la investigación académica. ¿Por qué? En las universidades españolas, y me atrevo a afirmar que también en las extranjeras, el aprendizaje del alumno sigue siendo fundamentalmente pasivo. En la carrera de derecho, por ejemplo, el estudio se centra, sobre todo, en la memorización de leyes. No se enseñan, en cambio, técnicas útiles para cualquier jurista, como la búsqueda sistemática y ordenada de jurisprudencia, una función sencilla que permite ahorrar un sinfín de horas en el cribado de los resultados que nos serán útiles. Más allá del caso particular del derecho, raramente se exige a los alumnos que planteen ellos mismos los interrogantes.

En consecuencia, es habitual que, al redactar su trabajo de fin de grado, por ejemplo, se limiten a realizar una exposición descriptiva de una cuestión concreta, en lugar de plantear una hipótesis y contrastarla. Esto último exige del alumno que sea capaz de detectar un problema o un aspecto determinado de este que no haya sido abordado antes, y que elabore una repuesta mínimamente original. En definitiva, un esfuerzo ya no mayor, sino diferente al que vienen haciendo durante los años previos de la carrera.

Si bien es cierto que la reflexión, valoración, crítica y creación de una visión propia acerca de cualquier aspecto de la realidad requieren de conocimiento previo, el paso de los estudiantes por la universidad no puede limitarse a la acumulación de saberes desprovistos de aplicación práctica. En consecuencia, es necesario que el profesor universitario salga de su particular caverna de las ideas y comparta las bondades de su conocimiento y experiencia con los alumnos, incluidos los resultados de su trayectoria de investigación.

A los docentes se les suele señalar como acompañantes de los alumnos en el camino del saber. Esta afirmación es igualmente válida en el ámbito universitario, a pesar del mayor grado de madurez que se le supone al estudiante universitario frente al escolar. La irrupción de la pandemia del Covid-19 y el paso de la enseñanza presencial a la docencia en línea exige, con mayor ahínco, el acompañamiento del alumno. Sin embargo, las alternativas de aprendizaje ofrecidas a los alumnos no han sido, en modo alguno, ni aptas ni suficientes para hacer frente a la privación de toda interacción física con sus compañeros y docentes.

La grabación de clases magistrales o la realización de videoconferencias periódicas por sí solas no responden satisfactoriamente a las necesidades y motivos de preocupación de los alumnos en el momento actual. Demasiado a menudo, el correcto funcionamiento de herramientas para dar clase u organizar exámenes en línea ha sido causa de angustia tanto para docentes como estudiantes.

Una comunicación con los profesores y motivación de su parte más constantes e intensas de lo habitual bastaba para aliviar los miedos de los alumnos, como el mencionado. Sin embargo, raramente se ha dado lo anterior.

La responsabilidad de los fallos y carencias en la enseñanza y acompañamiento de los alumnos que se han dado en el último año no es exclusiva del docente, sino que es atribuible también a las propias instituciones de educación superior. Como ya he mencionado, la enseñanza en línea no debe reducirse a llevar a cabo grabaciones o videoconferencias periódicas. En primer lugar, el cambio a este tipo de enseñanza debe realizarse tras desarrollar un plan de aprendizaje que integre distintos tipos de contenidos y utilice distintas herramientas pedagógicas. En segundo lugar, el contenido así creado debe someterse a un constante proceso de ensayo y error con la finalidad de mejorarlo constantemente.

Desde que se decretara el confinamiento de la población en prácticamente todo el mundo a inicios del año 2020, las universidades no han dispuesto, por lo general, del tiempo para llevar a cabo lo anterior. En consecuencia, han debido actuar sobre la marcha, en función de la situación epidemiológica de cada momento.

Desde mi experiencia puedo decir que la universidad no ha adoptado una posición común dirigida a los docentes. Al contrario, estos han tenido libertad para elegir la forma de enseñanza en línea. La libertad era, sin embargo, muy limitada. ¿Elijo mantener mi clase el día señalado y la imparto mediante Zoom o me grabo y cuelgo la grabación cuando quiera? ¿Elijo un examen escrito u oral? Estas eran las preguntas más frecuentes que se planteaban los docentes en cuanto a la organización de la enseñanza. La libertad así entendida se acerca más al abandono de los profesores. Las consecuencias de ello han salido a la luz rápidamente. Fatigados tras impartir clases en línea y experimentar el alejamiento físico, bastantes docentes se han ido desatendiendo de los estudiantes y reduciendo, en consecuencia, los esfuerzos por mantener vivo su interés. Sin duda, los estudiantes han padecido, además de las propias, la fatiga y desmotivación de sus profesores.

A todo lo anterior se añade una complicación adicional a las expuestas hasta ahora, que considero expresión del trato infantilizador que los estudiantes parecen solicitar de los docentes. Como consecuencia de la pandemia, la exigencia de dicho trato no ha hecho sino aumentar. En los últimos meses, he podido observar como los alumnos han querido, con frecuencia, inmiscuirse en la organización de las clases y pruebas de evaluación. Por ejemplo, he recibido correos electrónicos de alumnos que contenían solicitudes a priori legítimas, pero formuladas en forma de exigencia e incluso de amenaza velada.

En estos casos, he comprendido sus preocupaciones. En cambio, me resisto a la creencia de los alumnos de que todo se les debe y que, por lo tanto, su voluntad debe imponerse frente al resto. Plegarse ante sus peticiones y, sobre todo, a la manera de presentarlas, es extremadamente peligroso, ya que, por un lado, coarta la libertad de cátedra de los profesores. Por otro, lleva a la infantilización de los alumnos, pues les priva de experimentar cualquier dificultad o frustración, fuentes de aprendizaje y maduración en la vida.

De la formación de niños y jóvenes anti frágiles ya ha hablado mucho y bien Jonathan Haidt. Con preocupación, creo que, en adelante, el tipo de comportamiento descrito será fuente de tensiones recurrentes entre. docentes y estudiantes. ¿Quizá también entre los progenitores de los alumnos y los profesores?

“Pais e nais” (padres y madres) entre los grupos de personas a las que se dirige la Universidad de Santiago de Compostela en su página web

Fuente: https://www.usc.gal/gl

Observo y vivo con gran preocupación el ensimismamiento en el que nos encontramos sumidos los miembros de la comunidad universitaria. El despertar del letargo debe ser nuestra prioridad.

Artículo escrito e ilustrado por @maffougeneve

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