Una vez que los sevillanos le vemos la espalda al rey negro, un reloj morado se hace dueño del ritmo de la ciudad y la memoria escoge el camino más corto para herirnos. Este será el segundo año que tendremos que vivir la Cuaresma a través de la pantalla del pensamiento, como Beethoven sordo oía en los papeles de música el submundo de sus últimas sonatas.
Tiene esta época del año la maldita virtud de trasladarnos a nuestra infancia. El niño deja de ser niño cuando empieza a tener constancia del paso del tiempo y de la transitoriedad de las cosas. Esto es el tiempo sin tiempo de Cernuda, cuando nuestros instintos únicamente se dedicaban a aprender la vida dichosamente.

La reiteración de los ritos provoca que nuestra primavera esté sustanciada en el recuerdo de la época más bonita de nuestra vida; la niñez, lo cual, cubre nuestro corazón de la más dura de las corazas, y el optimismo duda, cada vez más, si llamar a nuestra puerta, o no hacerlo.
Me da cierta pesadez sentimental el recordar con gran exactitud estos momentos. Como cuando todos los Lunes Santo me quedaba dormido en los polletes de la calle Alfonso XII esperando la recogida de la Hermandad del Museo y mi padre, cuando el cristo iba llegando, me despertaba y me subía a sus hombros, luego, en la oscuridad de la plaza sonaba el crujido de la voz de Pepe Perejil: “Por antigua tradición, vengo a ver el señorío de tu Santa Expiración, y te canta el labio mío”. Ahora El Museo no se recoge por la calle Alfonso XII y la voz del Perejil va a hacer 10 años que se apagó.
También recuerdo la primera vez que me llevó a La Maestranza, a ver la alternativa de Oliva Soto, porque era gitano y tenía esa cosa especial que tiene el bronce. Era sobrino de Soto Vargas, el banderillero al que un novillo del Conde de la Maza mató en Sevilla el 13 de Septiembre de 1992, y había una especie de angustiosa expectativa en torno a su figura, y digo angustiosa porque esta expectativa no llegó a cumplirse. Una pena porque torea muy bien.

En fin, creo que nunca podré enseñarle la vida a mis hijos con el mismo entusiasmo que me la enseñó mi padre.
Hay personas, que permanentemente respiramos el aire de una especie de atmósfera pesimista, no nos sentimos dueños de nuestras vidas, no negamos nuestra realidad ni tampoco ponemos especial ímpetu en cambiarla. Somos conscientes de la gravedad del azar, de la divina providencia, del bajío o de la suerte y nos asusta pensar cuántas cosas se escapan del ingenio, la inteligencia o el buen hacer que empeñemos en nuestros actos. Parafraseando a Quevedo en La cuna y la sepultura; “En ninguna cosa tenemos segura salud, y es necedad buscarla, pues no dejará de estar enfermo quien siempre en su vida tiene mal de muerte.”

No se trata esto de algún tipo de enfermedad depresiva ni nada por el estilo, yo lo calificaría más bien como “pasotismo desesperanzado”. No creemos en un futuro mejor porque la construcción de nuestro futuro está realizada sobre los restos del pasado. Nuestro porvenir es la búsqueda frustrada de la repetición de esos días en que verdaderamente hemos sido felices.
Tiene Antonio Machado una archiconsabida expresión: “Se canta lo que se pierde”. En el hombre hay siempre una tendencia natural por recuperar lo que se ha perdido. Esta nostalgia nos subleva, nuestro sentir está anclado en el tópico más barroco y conceptista existente.

Creo que esta concepción de la vida tiene también mucho que ver con el pensamiento conservador. Qué es ser reaccionario sino una persecución por recuperar estéticas y patrones ideológicos para os que no hay cabida en nuestra actualidad.
Somos presentes sucesiones de difuntos, no solamente nos morimos en el momento final, sino que a cada momento nos vamos muriendo del instante anterior. Culmina Quevedo el primer terceto de esa cumbre poética y metafísica que es el ¡Ah de la vida! diciendo: “Soy un fue, y un será, y un es cansado”. La sustancia del ser no es el propio ser, sino el tiempo que pasa.
Resulta muy difícil no pensar en esto. Hacerlo es más cruel aún. Fijar en la memoria las experiencias y lugares en los que fuimos felices para así eternizarlos es bastante dañino para la salud, a la par que inevitable, y es que, como diría Rafael Montesinos: “En aquellas calles, donde nacimos una vez, moriremos siempre”.
