Quien haya leído algún que otro escrito acerca de la cosa política de los últimos años, sobre todo si este contenía alguna traza de 15-M y cierta intención prescriptiva, seguramente se haya encontrado con una exposición sobre el origen y uso antiguo de la palabra “idiota” del estilo de: “En la Antigua Grecia, la palabra idiota se empleaba para referirse a aquellas personas que solamente se preocupaban de sus asuntos particulares y no se interesaban por lo común, por lo público, es decir: por la política.”

Es irrelevante que esta aportación, sin duda curiosa e interesante para los que como yo no sabemos nada sobre etimología griega, normalmente sea emborronada por el autor cuando seguidamente la utiliza para apoyar un pobre argumento según el cual si no quieres ser un idiota en el sentido actual tienes que evitar serlo en el sentido helénico y por ende tienes que interesarte por la política, pues lo cierto es que esto último ha calado de lleno entre los profesionales del pensamiento y la prescripción de nuestra sociedad. ¿A cuántos periodistas, escritores, politólogos o políticos no habremos oído frases del estilo de “hay que estar informado para ser buenos ciudadanos” o “si no te informas y te implicas en política, otros lo harán en tu lugar”?
Cuando era pequeño veía cualquier deporte que dieran en abierto, seguía la jornada liguera a caballo entre la radio y el teletexto, leía el MARCA los domingos y simulaba los Mundiales de fútbol jugando a las chapas. En definitiva, era feliz, aunque sólo fuera por ser niño. Pero como me acabo creyendo casi todo lo que leo y me preocupa no ser un idiota, de adolescente empecé a interesarme por la política y desde entonces baño mis tostadas en monólogos radiofónicos, hurgo en los periódicos en busca del último artículo de mi columnista favorito y cacharreo por Twitter cuando tendría que estar durmiendo. Últimamente vengo dudando si hice bien en cambiar de hábitos.
No me planteo esto porque las tertulias políticas de la tele, que venían a simular el debate parlamentario de forma más asequible y entretenida, acabaran por copiar el guión de la peor telebasura sensacionalista para que acto seguido el propio Congreso importara el formato. Tampoco porque el lenguaje -y por ende el contenido- de la política se esté volviendo más limitado y esté convergiendo hacia los peores dejes del periodismo deportivo -ahí tenemos el “efecto Illa”, que bien podría ser el “efecto Zidane”. Ni siquiera porque perciba que nuestros representantes son cada vez más mediocres, incultos y sectarios. Aunque todo lo anterior fuera mucho mejor, me seguiría haciendo la misma pregunta.
La razón de fondo de mi duda, por no decir de mi pesar, tiene que ver con que se me hace cada vez más obvio que en una sociedad de masas como la nuestra, para todos los que no comemos de ella, la política y sus filiales no pueden ser en el mejor de los casos más que un entretenimiento terrenal (cuando no uno absolutamente tóxico y putrefacto), uno más. Aunque quizá esto sea aparente para muchos una vez dicho en
alto, tengo la sensación de que vivimos y actuamos como si no lo fuera tanto.
Y es que es curioso como compartimentamos en tribus urbanas a casi todo el mundo según el uso que hace de partes considerables de su tiempo libre… menos a los seguidores acérrimos de la actualidad política. Tenemos cocinitas, futboleros, runners, cinéfilos, gamers, montañeros… ¡Hace poco, presencié a una chica presentarse a un grupo y según dijo su nombre se identificó como realfooder! Sin embargo, no tenemos una palabra para referirnos al tipo que se sabe de memoria los diez últimos tweets de Echenique, conoce a todos los tertulianos de laSexta Noche, sigue las sesiones parlamentarias al minuto y dedica largas horas a pensar y discutir sobre el pacto de gobierno municipal en Jerez de los Caballeros, provincia de Badajoz, siendo él de Oviedo. Y no será porque no los haya a miles.
El motivo es que en absoluto identificamos el interés por la política como un entretenimiento más al que asignarle su correspondiente etiqueta-tribu, sino como una suerte de virtud, o al menos de normalidad a la que es digno aspirar. Poca gente dirá que no le interesa la política con la misma condescendencia con la que diría que no le interesa el fútbol o el Sálvame. Es más, el que admite su desinterés suele hacerlo con cierto rubor. Y cuando uno gradualmente cambiaba el MARCA por El Mundo o dejaba de arreglar los problemas del mediocampo del Madrid con sus amigos para arreglar los del país, era inevitable que al mirar atrás no sintiera ligeras ínfulas de superioridad y sofisticación; “¡ahora leo, pienso y hablo de las cosas importantes!”.
Pero, a decir verdad, no hay diferencias de calado entre leer El País o el Hola, entre seguir la noche electoral de Ferreras o Minuto Y Resultado, entre comentar la última intervención parlamentaria de Abascal o el último concierto de Taylor Swift. Es todo ocio. No las hay tampoco entre echar el domingo en la bici o en una manifestación, o entre tener las redes sociales pobladas de comentaristas de las telenovelas turcas o de opinadores políticos. De hecho, ¡en qué universo es más deseable saber quién es Echenique en vez de Can Yaman!
Constatado que no me perdí algunos de los mejores partidos de Messi persiguiendo un fin más elevado y trascendente, sino que en su lugar invertí mi tiempo en seguir cómo un desarrapado profesor de la Complutense cambió Vallecas por la Sierra y se echó una novia diez años más joven, y constatado asimismo que no hay una palabra para definir la tribu a la que pertenezco, permítanme al menos ahogar mis penas asignándole una.
Se me ocurre “idiotas”.