EDITORIAL
En el prospecto de un vial de Urbason se puede leer lo siguiente:
“La primera exposición puede producir solo una reacción leve pero exposiciones repetitivas pueden llevar a reacciones mucho más graves.”
Cuando se utiliza el término reaccionario, se acompaña de un contexto de asociación negativa, de descontento o de inconformismo con lo establecido. La reacción siempre es minoritaria, como una inflamación leve en zonas cutáneas concretas, pero que de no actuar puede acarrear daños mayores. Un reaccionario, según nos dicen, sería un agente reactivo contra un cuerpo sano. En este caso, los reaccionarios modernos, entendidos como la derecha europea iliberal, serían gérmenes que devienen de enfermedades anteriores. Pero, a su vez, pueden ser capaces de asestar un fatídico golpe al sanísimo organismo democrático de Derecho como ya ocurrió en la primera mitad del siglo XX.
Las gafas mal graduadas pueden llevar a ver que es la situación actual de un Gobierno formado por PSOE y Podemos, junto a la crisis del Covid, la que envalentona a una nueva generación de activistas políticos que reniegan de la dignidad que otorga el consenso público y de la honorabilidad de una sociedad global basada en la homogeneidad ideológica y cultural. Cuando el denostado Steve Bannon habla sobre la generación millenial, apunta hacia una dirección similar a la de los grandes procesos revolucionarios del siglo pasado. Cada vez parece le más obvio que los nacidos después de 1990 no van a representar en la historia algo más que mano de obra barata sin capacidad de emancipación. Pero ahora, a diferencia de la etapa de auges totalitarios, los Estados han abandonado a las naciones y los individuos a sus comunidades en favor de las transformaciones de la cuarta revolución industrial.
Por tanto, los conflictos que van a devenir en los años más turbulentos del siglo que recorremos regresarán al fondo y no a la forma, abrazarán lo material abandonando lo ideal, y sobre todo, el orgullo nacional va a dejar paso a un orgullo generacional. Un desempleo juvenil crónico retroalimenta una crisis demográfica que poco a poco va a ir calcinando las instituciones personales que creímos intocables, tales como la propiedad, el desarrollo profesional o la independencia económica. Cualquier teórico sobre el presente debería ser capaz de entender que el abismo de la desesperación es muy hondo, pero no les suele salir a cuenta.

Como Bannon, Bertrand de Jouvenel también también fue repudiado por los intelectuales y políticos liberales de la Francia corrupta e indolente que nació tras el Tratado de Versalles. Un país dirigido por una clase política pacifista que confió en lo de “no seremos como ellos” para plantar líneas defensivas en vez de tomar acción. El destierro civil del escritor fue más sangrante aún, porque los progresistas de la época se dejaban caer por los salones de sus padres cuando habían de colocar a nuevos diputados. Jouvenel, por sus obsesiones posteriores, plasmó en su obra cómo el Estado fiscal había permanecido impasible ante el avance de los nuevos modelos de Estado totalitario.
Consideró traumática la caída de Checoslovaquia primero, y de Polonia, después. Pero ya era demasiado tarde para que en Francia escucharan sus advertencias sobre cómo las naciones habían muerto en manos de las élites estatales (las conocía de primera mano) que curiosamente sólo se encontraban en la Europa continental. Unas élites surgidas al amparo de las democracias liberales del siglo XIX, y que a diferencia de las americanas y las anglosajonas, detestaban las libertades individuales, las asambleas parlamentarias y plantaban la bandera del estado constitucional como sustituto de una comunidad política en la que se valoraban los intereses particulares (ecos del Brexit)
Sin embargo, a diferencia del propio Jouvenel, no queda ni un atisbo de capacidad de autocrítica en los nuevos defensores del sistema. Tal es así, que el llanto liberal y antinacionalista de la actualidad, recuerda a lo que dijeron los que le dieron la espalda por entrevistar a Hitler o al General Mola. Pero esto no debe sorprender, ya que como interpreta Dalmacio Negro de Sobre el poder, en la distinción hobbesiana del Estado Leviatán respecto al Estado Minotauro, ha vencido este último desde el triunfo de la sociedad internacional. El Estado Minotauro, que drena la capacidad del hombre, no redistribuye (pues la redistribución necesita de un poder que establece sus criterios sobre los que se va a realizar), y divide a los individuos en función de su adscripción al derecho positivo (se refiere a esto como el arma definitiva de la legislación) para olvidar la costumbre y la tradición nacional.

En este momento, no son los devorados por el Minotauro los que reaccionan, sino los asimilados a este los que sienten una urticaria momentánea tras cuatro años de trumpismo. Porque como dice la leyenda del rey Minos, es difícil salir del laberinto de Dédalo cuando tienes un pueblo que no deja de ofrecerte tributos.
La reacción supone, por tanto, una respuesta inmunitaria por contacto con un elemento agresivo. Normalmente son de carácter leve, pero la debilidad del sistema inmunitario puede hacer que se produzca una anafilaxia que lleve a la muerte en cuestión de quince minutos.