@Macondo1440
«Y esa sonrisa me ha recordado algo que olvidé alguna vez. Mejor sería decir que esa sonrisa me recuerda que he olvidado algo. Pero no sé lo que es porque lo he olvidado. ¿Y cómo es posible recordar que se ha olvidado algo?» Historia de un idiota contada por él mismo, Félix de Azúa.
Daniel, el Mochuelo, protagonista de El Camino de Miguel Delibes, no soportaba «que los hechos pasasen con esa facilidad a ser recuerdos; notar la sensación de que nada, nada de lo pasado, podría reproducirse». Nunca compartí su pesar: siempre he creído que, en gran medida, vivimos precisamente para amasar recuerdos y poder volver a ellos una y otra vez. El tiempo presente y sus andanzas, por definición, son efímeros, pero un recuerdo bien cimentado nos permite vivir algo cientos de veces. No de la misma forma, faltaría más, pero de un modo que los nostálgicos igualmente apreciamos. Sin duda, las mejores tardes con amigos suelen ser aquellas en las que nos arrancamos a contar anécdotas pasadas porque es como revivirlas todas a la vez.
En tiempos de pandemia, cuando las tardes con amigos escasean o el Viernes Santo pasa por un sábado cualquiera, la medida del tiempo de muchos ha acabado siendo la caja de pastillas: “Se me acabó la caja, otro mes que se nos fue”. Hay formas de tomarle el pulso al tiempo menos precisas pero mucho más impactantes que la caja de pastillas, como la de tratar de evocar un recuerdo que algún día fue y de pronto darse cuenta que ya no es; que es irrecuperable. Esto me ocurrió hace poco, cuando caí en que apenas era capaz de recordar en qué disposición estaban los muebles y electrodomésticos de la cocina en la que crecí y pací los diez primeros años de mi vida, antes de que la reformáramos. Puede parecer algo banal, pero no lo es en absoluto. Al perder el recuerdo de aquellos lugares en los que uno fue feliz, como la cocina de mi niñez, es natural que se acelere el proceso según el cual las sensaciones, vivencias e historias que experimenté con aquellos sitios de decorado se escapen de mi memoria.
Este año, tras la muerte de mi abuela, también reformamos su viejo piso de Madrid de arriba a abajo y pronto le tocará el turno a su casa del pueblo, el lugar favorito de mi infancia. También pronto -el tiempo pasa rápido, así que todo lo que tiene que llegar acaba haciéndolo pronto- no podré recordar con precisión cómo era la cocina donde mi abuela hacía costillejas a la lumbre, el patio donde pasaba días jugando con el fuerte de playmobil que heredé de mi tío o la planta de arriba a medio hacerse o a medio derrumbarse a la que mi abuela me tenía prohibido subir. Con ello, es probable que vaya a olvidar con más rapidez muchos de los recuerdos más cálidos y deliciosos de mi infancia. De todos ellos, el recuerdo que más temo perder es el de la voz de mi abuela: su intensidad, tono y su timbre, sus manchegas expresiones…
Desde que fui consciente de que no puedo evocar si la nevera de nuestra antigua cocina estaba en el margen derecho o en el izquierdo, remuevo diariamente las entrañas digitales y analógicas de mi casa en busca de una grabación de audio de mi abuela; hasta ahora no ha habido suerte. Para no olvidar las cosas suele bastar con escribirlas, pero en este caso no. Desde entonces, también reproduzco cada día su voz en mi cabeza, cerciorándome de que, aunque frágil, todavía sigue conmigo. Esto, lejos de ser motivo de alegría, me tienen aún más aterrado, pues uno no puede perder sino lo que aún conserva. Y, de todos modos, ¿cómo estar seguro de que aquello que recuerdo es realmente su voz, si nunca volveré a escucharla? En el fondo, quizá Daniel, el Mochuelo, tenga razón.