Las sesiones a hostia limpia de los grupos parlamentarios derechistas empezaron como una broma llevada al extremo que nadie se esforzó en parar porque nadie podía creer, en serio, que algo así pudiera llegar a materializarse.
El parlamento europeo es un limbo donde los partidos aparcan a sus viejas glorias y una especie de pasantía para que los hijos de papá aprendan a simular cierto ápice de carisma antes de saltar al ruedo de la política nacional. La vanidad y el miedo al ridículo resultan consustanciales en este tipo de gente y la pose de incredulidad generalizada se mantuvo hasta segundos después de que un holandés democristiano con los dos ojos hinchados le arrancara un pedazo de oreja a un obeso italiano de Liga Norte, justo antes de derrumbarse en el suelo, a raíz del castigo que éste le infligió repetidamente a la zona hepática con la rodilla, mientras lo arrinconaba contra la pared y le sujetaba los brazos. Me gusta pensar que es así como el absurdo se cuela en la realidad, a empellones.
Aquel mordisco fue el sangriento epílogo de una confrontación de semanas a raíz de unos presupuestos que Italia necesitaba para invertir en obra pública y que fue rechazada por los holandeses, que la calificaron de “parche keynesiano”. Al final, los italianos tuvieron que bajarse los pantalones ante la izquierda para combatir el paro y esto dejó bastante afectado al compañero espagueti, que no dejó pasar ni una oportunidad de descargar su frustración contra la pequeña camarilla de holandeses estirados, exhibiendo sin pudor su inglés macarrónico por los pasillos del parlamento. No haber encontrado otra respuesta que el silencio impasible y el mentón levantado de aquellos rubios repeinados resultó ser demasiada afrenta para el romano colérico, que, dicho sea de paso, hubiera agradecido la catarsis de una confrontación a gritos, así pues, una bonita mañana de primavera, éste aprovechó el empeño del holandés por no cruzar miradas con él para ponerle una zancadilla frente a su despacho.

El abuso físico fue la chispa que encendió el carácter del centrista neerlandés, el cual no supo reprimir la miríada de improperios racistas y amenazas severas que la ira acumulada, luego de tantos días de persecución, le había obligado a guardarse. He de decir que fui yo el que sugirió saldar la afrenta con una “entrevista personal” en el sótano de un tugurio swinger que conozco. Mi voz se alzó entre otras monocordes que exigían sin convicción “moderación” y “respeto” como una guitarra eléctrica en medio de un concierto de viento. Se hizo el silencio porque nadie supo realmente qué decir. El olor de la sangre era tan remoto y, sin embargo, tan atractivo como un gordo sangrando a quinientos metros de la orilla para una camada de tiburones. Hablé con el dueño del bar y les mandé la dirección a todos los del grupo. Nadie respondió a mi mensaje ni me confirmó absolutamente nada, pero a la hora prevista todos estuvieron ahí.

Se instauró entre nosotros algo que me gusta llamar “la política del estupor”. A diferencia de los escándalos mundanos asociados a la prostitución de adolescentes inmigrantes o el consumo esporádico de cocaína, meros chismes turbios que hacían nuestra vida más placentera; aquella pelea violenta, ejecutada con la nocturnidad de una secta, nos unía en una suerte de pacto secreto y a grandes rasgos conectaba nuestros destinos. Al día siguiente y los sucesivos no sólo nadie hablaba de ello, sino que además había como un nerviosismo latente que llevaba a mis camaradas a esquivar el contacto visual y evitar las chácharas que en otro tiempo nos ayudaban a soportar aquellas sesiones insufribles en las que la burocracia se consagra a la burocracia.
A diferencia de mis colegas, el estupor que yo aparentaba haciéndome temblar las piernas o secando mi garganta varias veces cada día no provenía del temor a un escándalo que pudiera hacerme perder el escaño, sino que, como pude constatar cuando revisé el video que me envió un chaval de Agrupación Nacional, lo que sentía no era otra cosa que el viejo sabor de la emoción. Luego de tantos años habitando los sinsabores del nihilismo sin otro aliciente que la decadencia de las bacanales flamencas, de pronto organizar encuentros para que un puñado de eurodiputados se rompa la cara en un sótano al que la gente va a contraer clamidia bien parece una razón para sonreír.
Y es que no era sólo ver a dos politicuchos amanerados volverse salvajes por un momento, otro aliciente consistía en hallar en su violencia una metáfora de los pueblos de Europa y sus muchas y cruentas batallas. Cada vez que veía el vídeo de la pelea entre el italiano y el holandés, tenía más claro que su pelea era la de dos formas de entender Europa. De sentir Europa. De ser Europa. No es casualidad que el italiano sea orondo y bajito, colérico y franco, o que el holandés se haya dejado dominar más por el rencor que por el orgullo, y le haya hecho tan feliz desfigurar al italiano, así hubiese perdido la pelea, como al italiano demostrar que es más fuerte que él pese a la diferencia de altura.
Me propuse organizar otro encuentro. Dentro de mí sentía que lo único que necesitaban mis camaradas para darse cuenta de lo divertido que sería tener un “club de la lucha” de eurodiputados era saborear otra dosis de violencia. No me hubiera importado pelear yo mismo si tan solo fuera capaz de odiar, pero, por desgracia, la ideología conservadora llegó a mi vida a los treinta y cuatro, cuando ya no había ningún alma que preservar. De esto hablaré otro día, por ahora me centraré en la historia de cómo conseguí que un neo-liberal veinteañero se partiera la cara con un portugués que se consideraba a sí mismo la última esperanza del CDU (no, no es democristiano, como yo).
Básicamente, la nueva camada de eurodiputados provenía de los dos polos opuestos. Por un lado, los neoliberales europeístas de España y Francia, que aglutinaban el voto de los progresistas que habían perdido la fe en las veleidades de la izquierda y la gente de clase media alta que empezaba a temer por sus propiedades, y por el otro, y por el otro, los excedentes de las luchas internas del sindicalismo portugués, al que no le había quedado más remedio que recalar en ciertos movimientos de corte nacionalista, conformando un híbrido atípico en Europa pero muy exitoso en la América reciente, dado el descontento creciente entre los agricultores y trabajadores manuales. Vi muy claro que mis próximos gladiadores emergerían de los enfrentamientos entre éstos, pero no sería tan fácil, puesto que las oportunidades para confrontar ideologías verdaderamente se dan como muchos tres o cuatro veces al año, el resto del tiempo discutimos normativas referentes a las etiquetas de los quesos con Denominación de Origen o los fondos para construir molinos de viento con los que jodemos a los pequeños propietarios de tierra.
Me pareció que sería buena idea forzar yo mismo esta confrontación y dejé que mi instinto me guiara, preseleccionando a ciertos candidatos de uno y otro bando, a los que me acerqué como si fuera nada más que un colega amigable, dándoles la bienvenida y aprovechando para conversar con ellos sobre ciertos temas que uno esperaría que resultaran polémicos entre enemigos de facción como son la inmigración, los derechos laborales o los impuestos a la renta. Tal y como supuse, no fueron muchos los que dejaron traslucir algún tipo de convicción en sus opiniones, la mayoría no eran más que funcionarios con el discurso bien aprendido a los que les importaba menos incidir en la vida de sus votantes que asegurarse de gastar hasta el último céntimo de sus jugosos viáticos.
Pese a todo, un español y dos portugueses resultaron ser candidatos más que prometedores. Albéric Martinberg es un español de veinticinco años que podría perfectamente tener dieciséis dada la dramática ausencia de otros caracteres masculinos además de los hombros anchos y la mandíbula cuadrada. El resto de su ser parecía dominado por la dinámica de la ausencia: ausencia de vello facial, ausencia de maldad y ausencia de calle. Su lugar en política se debía a cierta popularidad en los acotados círculos académicos que todavía se asocian abiertamente a la derecha, no sin excusarse continuamente, aclarándole a todo el que pase delante de ellos que son “progresistas en lo social”. A fuerza de publicar sesudos artículos cada semana en los distintos medios que este movimiento universitario, neoliberal antes que derechista, tenía diseminado por toda Sudamérica, el muchacho había conseguido un prestigio cimentado menos en la meticulosidad de su trabajo que en la pereza de un grueso de lectores cuya única personalidad consistía en compartir en sus redes sociales los vídeos de un desaseado economista argentino que se dedica a insultar a feministas en la tele. Sus dos posibles antagonistas, por otro lado, serían dos obreristas portugueses, con las manos callosas pero que en el fondo detestaban trabajar y al resto de sus compas obreros. .

Primero fomenté un enfrentamiento dialéctico en Twitter citando a los parlamentarios portugueses en cada uno de los artículos que compartía el muchacho. He de decir que las cuentas de los dos estaban manejadas por empleados que hicieron oídos sordos a la mayoría de mis provocaciones, pero viendo que uno de ellos, el más mayor, Alberto Silva, que era también el más irascible y el más fornido, utilizaba a veces su cuenta, seguí tentando a la suerte como José Tomás. Poco a poco iba cayendo en la treta, respondiendo de vez en cuando, primero con ironía desenfadada y luego con insultos moderados, opté por meter cizaña en persona, fingiéndome aliado suyo de la causa obrerista. Le dije que era una óptica que me interesaba, apelar a la experiencia del trabajador medio, que ve como sus ingresos disminuyen debido a impuestos que luego se usan para subvencionar empresas millonarias asociadas a la ecología o el entretenimiento y no para la sanidad o la educación. Me contó de su experiencia personal y de cómo se metió en política precisamente cuando descubrió que los líderes del movimiento obrero no eran más que propagandistas al servicio del partido socialista, los cuales, por otro lado, no le parecían otra cosa que gestores neoliberales cuyo servicio a las élites consiste en mantener entretenida a la gente con el circo de las causas interseccionales y algunas limosnas cuando sobra el pan.
Era el típico caso de obrero maoísta, casi juche, completamente reacio a disparates progres, pero que como toda historia de un eurocomunista convencido, era él el que tenía que renunciar a principios para ganarse el pan. Para este tipo de comunista, los neoliberales amanerados de buena familia como Albéric son la quintaesencia de la perversión. Se reunirían encantados con Fidel Castro pero a Milton Friedman le clavarían un tenedor en un ojo.

Así pues, durante días me dediqué a sembrar animadversión contra el español afrancesado, señalándolo como paradigma de la nueva camada de tecnócratas que traería hambre a la clase trabajadora mientras subvencionaba la inmigración ilegal y cualquier forma de degeneración porque era más barato y daba más votos que reforzar la sanidad o facilitarle al trabajador el acceso a la vivienda. Mi cizaña no tardó en dar frutos cuando el portugués aprovechó una intervención del muchacho para confrontarlo directamente. Aquel día estábamos tratando una petición del grupo Renovar Europa, que exigía una enmienda al artículo 79 del tratado de funcionamiento de la Unión Europea, concretamente, en el apartado primero, donde se establece que “la unión desarrollará una política común en la prevención de la inmigración ilegal y de la trata de seres humanos”. Los estalinistas, representados por una mujer de pelo verde con ascendencia aristocrática, pedían que se cambie la frase “inmigración ilegal” por la frase “migración humanitaria”. Los europarlamentarios adoran este tipo de debates absurdos porque les permite grabarse hablando de lo que les dé la gana, generalmente con vehemencia sobre asuntos locales. Con suerte, saltarán a la palestra de la relevancia si consiguen que sus vídeos se vuelvan virales. Basta encadenar cuatro o cinco de estos vídeos para llegar a la televisión y de ahí a encabezar las listas sólo resta un paso. No es infrecuente ver a más de un vejestorio acabado, engalanado con su mejor traje, gesticulando a gritos sobre bajar los impuestos o reconducir la educación en medio de una soporífera mañana en la que el tema del día es una cierta enmienda a las regulaciones de la importación de carne de res.

El español afrancesado no desaprovechó la ocasión de exponernos su último trabajo escolar, lleno de frases contundentes y previsibles, donde analizaba la influencia positiva de la inmigración en la economía según los preceptos de no sé qué académicos (de esos que escriben muchos libros pero luego son incapaces de prever las crisis cíclicas que cualquier ama de casa puede presentir tan pronto nota una subida en el precio de la compra). Mi nuevo amigo el portugués se dirigió directamente a él y le acusó de academicista, de rico, de tener las manos más suaves que una hoja de biblia, de colaborar con la desaparición demográfica, de querer erradicar las culturas de los pueblos originarios para reemplazarlos por el consumismo estadounidense, también llamado cultura pop, de ser un siervo de las élites, de progresista encubierto y de judío apátrida.
Martinberg prefirió no responder a las acusaciones, el pobre estaba tan verde en esto de la política que debió de pensar que no valía la pena responder al insulto directo. La torpe voz de su conciencia le habrá dicho que el ex agricultor portugués “se descalificaba a sí mismo apelando al ad hominem”. Por desgracia, en política, como en la vida, lo único que importa es la imagen que dan de nosotros nuestros actos, y hacer acopio de dignidad para no responder a la afrenta personal, honrando así nuestra noble institución, lo único que hizo fue dejar al muchacho como una persona débil, cobarde, pusilánime. Un maricón, con todas las letras. Esto es como cuando una madre soltera le dice a su hijo que ignore a los que se meten con él o que basta con ser él mismo para gustar a las chicas: la peor estrategia posible. Alguien de su partido debió de haberle cantado las cuarenta por lo que el chico se puso a trabajar y, días después, mientras discutíamos sobre posibles implementos a la directiva que regula los diseños de los monigotes de los semáforos, aprovechó su intervención para recordarnos que es el empresario el que crea la riqueza y el que debe ser protegido por las autoridades. Prácticamente una bofetada al portugués.
Ante la posibilidad de que los ánimos se terminasen diluyendo en el tedio de los días, opté por precipitar las cosas y esa misma noche invité a una “reunión informal” a mis dos gladiadores y a quienes habían demostrado mayor entusiasmo (o, al menos, no habían huido con el terror aferrado a la cara) a mis insinuaciones de montar otra velada de violencia. Una meretriz que conozco me comentó que su familia tenía una cafetería cerrada en el extrarradio que quería alquilar o traspasar, y le pagué bien para que me dejara usarla por una noche. Me salía mucho más caro que el sótano del bar swinger, pero dado que planeaba hacer una encerrona al cachorro del Ibex, necesitaba un sitio que no inspirara pavor desde el principio. He de decir que, viendo el local, me dieron ganas de pagar para reabrirlo, era la perfecta cafetería parisina de barrio injertada en un suburbio de Bruselas. Hacía esquina junto a una calle peatonal, detrás de la cual era posible entrever el sol fulgurando sobre el Senna y su terraza diminuta estaba custodiada por un toldo rojo y azul. Dentro, el suelo era de madera, lo que me pareció más seguro para mis luchadores. El mostrador macizo y los taburetes y sillas apilados a un lado y otro del salón de 6x8 metros cuadrados me pareció el escenario ideal para una pelea que pasase pronto del mero striking a los sillazos. Quise hacer café pero, por mucho que traté, no conseguí entender cómo funciona el armatoste que ocupaba un lugar central detrás de la barra. Salí a comprar granos y una cafetera italiana antes de que llegasen mis invitados. De paso me crucé con una hamburguesería y compré unos treinta bocatas para todos.
Al final vinieron todos mis invitados y mucha más gente que ni siquiera conocía. Los últimos en llegar fueron Albéric y Silva, ya con el local medio abarrotado, con gente charlando en la terraza, bebiendo café hirviendo en vasos de plástico baratos. En cierto modo fue lo mejor, dudo que Martinberg hubiera entrado a un salón vacío con los cristales tintados en un suburbio que, pese a ser bastante seguro, no dejaba de parecer una ciudad desierta al atardecer. El que mis púgiles llegasen juntos, evitando mirarse, resultó una inauguración perfecta para los asistentes y auguraba una noche memorable para mí. Ahora sólo debía convencerles de pelear. Tan pronto los vi entrar, uno detrás de otro, cabizbajo el joven y henchido el viejo, salí a recibirlos como un aplicado maestro de ceremonias y los conduje hasta la cocina para explicarles lo que iba a pasar, escoltado por treinta pares de ojos a los que hice un guiño volteándome un momento mientras la puerta se cerraba.

En el fondo no sabía muy bien qué decirles, sin embargo, al verlos cruzar aquella puerta y tomarme un instante para respirar el clima de tensión y entusiasmo que enrarecía aquel salón cerrado, lleno de humo pese a la política anti tabaco que yo mismo secundé pensando que me ayudaría a dejar de fumar, sentí de pronto que remaba con el viento a favor. Me dejé aupar por la inercia y les dije sin mayores ambages que todos nos habíamos reunido para verles pelear y que tenían todo el bar a su disposición, con la única regla de no usar objetos punzantes o cortantes.
El portugués se rió y encendió un cigarrillo mientras que Albéric ensayaba sonrisas irónicas para esconder su nerviosismo. En vano buscó este algún tipo de complicidad en la risa del comunista, la cual, lejos de negar, se resignaba y se hacía a la idea sin mayor reticencia que una repentina curiosidad. El portugués daba por hecho que los círculos elitistas de la política tendrían esta clase de rituales atroces, si bien, él se esperaba orgías suntuosas entre masones y banqueros. Dentro de él se sentía un extranjero entre tanto privilegiado hijode , y esto, lejos de suponer un orgullo para él, le preocupaba en la medida en que no se sentía capaz de diferenciar la frontera sutil entre usar su porción de poder para cumplir con su misión o dejarse usar por el poder. Intuía que una gigantesca partida de ajedrez se estaba jugando a sus espaldas y que cada acto mecánico, cada votación ridícula, cada concesión a los bloques afines en asuntos que no importaban a nadie, de algún modo formaban parte de una jugada, imperceptible para él, que contribuiría tarde o temprano al objetivo de las élites de joder a la clase obrera. Decidido a reclamar su porción de poder, resignado a hundirse hasta el fondo con tal de conocer como nadie al enemigo, arrojó el cigarrillo, se quitó la chaqueta y procedió a aflojarse la corbata. “Está bien, hagámoslo”.
Martinberg, por su parte, horrorizado, pareció comprender por primera vez que la violencia impone una serie de inercias irreductibles a la razón e incluso a la mera coherencia. Haciendo acopio de rabia, nos miró con esforzada gravedad y exclamó con contundencia que no quería tener nada que ver con nuestra locura. Toda su compostura se tambaleó, sin embargo, tan pronto cruzó la puerta de la cocina y se encontró a una barrera humana que exigía espectáculo. Con la mirada en el suelo y los puños apretados, pensó en abrirse paso entre la pared de cuerpos, pero no llegó siquiera a acercarse antes de que le asestaran el primer empujón. Todavía incrédulo, trató de pasar por un lado y luego otro de la muchedumbre, siendo rechazado violentamente una y otra vez por aquella masa impersonal que pesaba varias toneladas y bloqueaba completamente la salida.
En ese momento, el joven judío vio la cara de Dios y perdió toda esperanza. Todas sus convicciones sobre la realidad y el mundo se basaban en unos axiomas sencillos: “la gente quiere ser feliz”, “para ser feliz, hacen falta ropa, comida, techo y seguridad”, “la mejor manera de proporcionar estas cosas es mediante la división del trabajo, la meritocracia como incentivo y la propiedad privada”. Pero, ¿y si, como estaba empezando a vislumbrar, la gente no quiere felicidad ni para sí ni para sus iguales, sino solo la satisfacción inmediata de sus necesidades, las cuales, según ascendemos en la escala de Maslow, se van haciendo cada vez más viscerales y más perversas? ¿Y si no hay negociación posible entre iguales sino solo una dinámica de la imposición disimulada por el teatro de la democracia? De pronto, la posibilidad de que el individuo no fuera un ente racional y libre, capaz de transformar el mundo motivado por su ambición, sino un apéndice añadido a la ecuación materialista de Marx, se volvía más que plausible, dado que los más distinguidos miembros de la sociedad, sus dirigentes electos, no eran más que este puñado de lunáticos dispuestos a todo con tal de entretenerse, amparados en un poder que les ha sido dado por herencia y no por merecimiento.
Yo por mi parte estuve a punto de sentir compasión viendo al pobre muchacho incorporándose una y otra vez, tratando de escapar a toda costa, preso del pánico. No sabría precisar quién le dio el primer puñetazo, a fin de cuentas, el ejército de torsos que le cerraba el paso no dejaba de moverse, pero haber anticipado la violencia y que ésta, de pronto, les sea negada, empezó a azuzar a sus excelentísimas allí presentes, excitados ya del todo por el olor de la sangre, y esa voracidad (que bien supe predecir) terminó convenciéndoles de que debían obtener lo que querían de una forma o de otra. El muro de carne se convirtió en un cardumen de brazos y piernas que se contorsionó hacia el muchacho tan pronto éste volvió a acercarse y una ristra de extremidades anónimas impactó en un instante, sin orden alguno, sobre su cuerpo delgado, empujándolo hacia atrás. Este nuevo método, ciertamente, resultó bastante efectivo. Bastó que apalizaran al muchacho solo un momento para que se volviera, abatido, dejándose conducir por el mareo hasta la barra, a la que se acodó resignado mientras acariciaba su cara ensangrentada, insensible aún luego de varios golpes oportunistas que impactaron de lleno en la quijada y las dos mejillas.
Estuve a punto, como decía, de sentir compasión. El sentimentalismo que en otro tiempo guió mi vida hasta el abismo, me obligó a empatizar con el crío por un instante.
Me lo imaginé leyendo a los economistas y filósofos de la escuela de Austria, haciendo pausas para meditar severamente sobre lo que había leído y cómo le podría servir para remediar los problemas económicos del estado-nación que él querría disolver en pos de un ideal más grande y sofisticado. Le imaginé una madre sobreprotectora siempre atenta a alimentarlo, guiarlo, exprimirlo… seguramente una académica frustrada que se dio cuenta muy tarde que optar por la maternidad sólo le haría feliz por un tiempo, que incorporó los logros del nene a su vanidad para proteger su ego cuando el matrimonio terminó de apagar las llamas del deseo y, consecuentemente, de cualquier tipo de interés por parte del esposo y la edad, añadiendo una leve capa de flacidez sobre determinados pliegues de la piel, como el signo apenas perceptible de una maldición, la volvió invisible a los ojos de los jóvenes que hasta anteayer aprovechaban cualquier ocasión para mirarle bien el culo o acercarse a decirle cualquier cosa, temblando ante una venus anadiomena que casualmente se veía y vestía como las “milf” que buscaban en Pornhub.
Le imaginé también una novia mona, la típica pijilla de veintipocos con más sensatez que hambre de aventuras, que supo hallar en el joven de hombros anchos un compañero fiel y cariñoso para un proyecto vital que dependería tanto del éxito político y académico de él como de sus esfuerzos por estar buena y el engrosamiento paulatino del típico currículum de humanidades (licenciatura en sociología, máster en políticas de integración, máster en economía política, grado en estrategias de intermediación internacional, ya sabéis, todas esas chorradas…) que sólo te habilita para servir hamburguesas en el McDonalds si no tienes los contactos adecuados, contactos que él le brindaría.
Le imaginé un padre fuerte y exitoso, el típico alfa sin dotes para el sentimentalismo o la introspección, que apenas conoce los bordes de la sensibilidad gracias a la frustración pasajera que le produce el rechazo de una mujer o la nostalgia por algunos muertos muy de tarde en tarde, orgulloso y sorprendido de ver triunfar tan joven al hijo que se forzó a querer pese a que éste traslucía todas aquellas características que siempre despreció en otros hombres, mientras se consolaba diciendo que tener un hijo maricón en estos tiempos ya no era una tragedia.
Pero no, después de tantos años aquí, a la hora de la verdad no puedo sentir compasión por un político, menos aún si es el típico “cuchara de plata”, como dicen los ingleses. Por eso me complació tanto la mirada resignada que el joven dirigió hacia mí luego de rumiar su frustración por un momento. Convencido al fin de que no tenía otra salida, contempló al portugués a mi lado que, sin camisa, avanzaba hacia él con andares de gorila. Para asegurarme de tener un espectáculo más o menos digno, lo que me parecía cada vez más improbable según comparaba la diferencia de envergadura entre ambos, pese a que el chico era un poco más alto, me levanté y les pedí que se colocaran a un lado y otro de la sala antes de empezar la pelea y les recité una serie de normas que ideé luego de toda la sangre que se derramó la primera vez, aunque, en el fondo, esperaba que al final terminaran ignorando alguna de estas normas. Nada extraordinario: prohibido morder, prohibido pincharse los ojos, prohibido castigar los genitales y prohibido escupir. “Ah, y una cosa más –les dije justo antes de empezar-, si alguno de ustedes decide que ha tenido suficiente cuando aún está en condiciones de pelear, lo único que conseguirá es que todos los demás nos abalancemos sobre él y le peguemos la paliza de su vida, aquí la pelea se acaba cuando yo lo diga”.
“¿Ready?, ¡Fight!” .
Lo primero que vimos fue a los contendientes moviéndose en círculos, estudiándose. Cuando coincidían frente a mis ojos, la espalda morada del portugués rojizo, a ratos, ocultaba completamente al efebo de pecho hundido y rizos repeinados que levantaba los puños con dificultad. La defensa del chico, que sostenía ambos brazos en paralelo lo más lejos posible del rostro, demostrando la poca idea que tenía de cualquier tipo de disciplina de combate cuerpo a cuerpo, se mostró muy endeble cuando el primer puñetazo del portugués se abrió paso entre sus puñitos, impactando con tanta fuerza que hizo temblar los pliegues de grasa que el ex agricultor tenía en torno al pecho y en la barriga incipiente, pese a lo cual, no fue suficiente para tumbar al jovenzuelo, que no perdió un ápice de su centro de gravedad. El portugués recuperó su posición y volvió a golpear de lleno a la cara del muchacho, esta vez con la izquierda, inclinando todo el peso de su cuerpo en torno al puño. Nuevamente, el chico, inconmovible, aceptaba los golpes dejando que su cuello elástico absorbiera la fuerza del impacto como uno de esos muñecos que mueven la cabeza en el salpicadero del coche.
No había decidido si lo que tenía delante era una suerte de estrategia viendo la luz sobre la marcha, conforme el joven iba descubriendo cualidades para la violencia (esa capacidad de soportar el castigo sería una y de las más estimables, además), o bien, un ejemplo peculiar de absoluta indefensión, cuando el muchacho reaccionó de pronto y, estirando el brazo derecho, con un sutil movimiento de torso hizo que su puño trazara una amplia elipsis hasta la cara del portugués, que tuvo la pericia de esquivar aquel primer sopapo agachándose, pero no el segundo, ni el tercero, ni el cuarto, ni el quinto golpe, los cuales consiguió el muchacho propinarle en cuestión de un segundo, de la forma más ridícula, todo hay que decirlo.
El comunista se tambaleó un poco y empezó a sangrar por el oído izquierdo, cabe suponer que aquellos golpes que dieron de lleno en algún lugar entre el maxilar y la oreja fueron capaces de hacerle daño al tímpano y afectar su oído interno y, por tanto, su equilibrio, puesto que el contraataque de éste, más o menos vacilante, empezó con dos golpes al aire y culminó cuando éste se abalanzó sobre el chico, tratando de llevar las acciones a la tierra, donde solo su peso bastaría para sofocar al discípulo de Hayek. El chico no pudo evitar caer, pero actuó rápido y consiguió escapar al acecho de aquel cachalote entorpecido gracias a que el sudor le ayudó a deslizarse.
Una vez se incorporaron ambos, la pelea cambió a una fase donde el portugués, convertido en un lisiado voluminoso que debía perseguir a su presa inclinado hacia delante como una especie de Tyrannosaurus, pues de otro modo perdería el equilibrio irremediablemente, se dedicaría a corretear detrás del joven, erráticamente, jadeando, buscando acortar distancias mientras que el chaval debía esforzarse por alejarlo lo más posible si no quería que volvieran a aplastarle las costillas. Fue en este momento que el joven descubrió la utilidad de sus piernas y consiguió hacer retroceder a su adversario propinándole sendas patadas a su quijada, muy expuesta debido a su postura, hasta en cuatro ocasiones. Casi parecía que había conseguido dominarle cuando el portugués, en una de esas, esquivó el impacto y, sujetándole el pie, se lanzó hacia adelante con el objetivo de tumbar al chico y caer sobre él. Por desgracia, su limitado rango de visión, debido a la posición que su lesión le obligó a adoptar, le impidió ver que acababa de arrojar al muchacho contra el ventanal cubierto de periódicos de la pared. El chico atravesó el cristal y cayó en la acera, mientras que el comunista rojizo se estampó la cabeza contra la pared.
Azorado por la seguridad de mis gladiadores que, estaba seguro, todavía tenían mucho para darnos, corrí con la mitad del público afuera para ver si el chaval estaba bien, sólo para verlo desaparecer en el horizonte, sin rumbo fijo. Más prácticos que cobardes, mis invitados procedieron a desaparecer y yo llamé a mi chófer para que me ayudara a llevar al portugués al hospital. Nada grave he de decir, unas cuantas suturas y como nuevo. Tengo entendido que el joven Martinberg renunció a la semana siguiente, no he vuelto a verlo. Me suena que lo enchufaron de asesor o algo así en la Comunidad de Madrid, su prestigio académico le habilita para desempeñar una larga lista de cargos inútiles que abundan en España.
Respecto a mi iniciativa, goza de mejor salud que nunca. La polarización ideológica que terminará llevando a Europa más pronto que tarde a vivir algún conato de guerra civil le viene como anillo al dedo a mi proyecto. Prácticamente tenemos pelea cada semana y muchos de mis muchachos ya se han apuntado a clases de MMA para dar la talla cuando se presente la ocasión de guerrear. Se me ha sugerido que deje pelear a gente de los bloques socialdemócratas o a mujeres (valga la redundancia), pero tanto unas como otros tienen la peculiaridad de acabar arruinándolo todo.
No. Mientras yo dirija este rollo, ni progres, ni mujeres. Ya sólo faltaba que les abriera las puertas de mi paraíso a los mayores coñazos de la creación.
Por ahora, podría decirse que soy feliz. Sólo vivo con miedo al día en el que una pelea no me proporcione la emoción de siempre, ese será el principio del fin y me veré obligado a buscar alguna otra barbaridad con la que distraerme.
Este relato ha sido elaborado en su integridad por @Glifoencadenado.