Un nieto: de padres a hijos.
Un personaje muy manido tanto en la ficción como en la realidad es el del padre que, incapaz ya de cumplir sus sueños de infancia o juventud, trata por todos los medios que sea su hijo el que los cumpla por él. Esto, en nuestro país, suele verse mucho en los deportes: todos los que hemos hecho fútbol o baloncesto durante los años del colegio hemos tenido algún compañero que estaba en el equipo más por voluntad parental que propia y cuyo progenitor se metía en un bochornoso papel de entrenador personal durante los partidos para luego, al concluir estos, mutar en analista deportivo y soltarle al hijo unas chapas de proporciones cetáceas sobre su desempeño deportivo que ni los del Chiringuito.
Mi padre, gracias a Dios, nunca fue de esos. Le interesaban tanto mis partidos que solía traerse algún libro para amenizarlos y en su faceta de analista deportivo nunca se excedió de tirarme, a lo sumo, un par de frases faltonas y picajosas –sobre todo tras las derrotas dolorosas o abultadas– para rápidamente pasar a otro tema. Digo gracias a Dios porque sabe el que ha vivido o ha visto de cerca esta faceta de algunos padres que, salvo en las películas (y en pocas), no suele traer más que disgustos, malentendidos y, en última instancia, decepciones.
El otro día, mi padre nos envió una foto de nuestro pequeño olivar del pueblo, en La Mancha. Hacía un día agradable, de nubes y claros; uno de esos días en que las nubes juegan a ser mil y una cosas distintas pero nosotros, ya talluditos y faltos de imaginación, no entendemos lo que nos quieren decir ni las prestamos atención. El campo lucía espléndido. En la foto salía uno de los olivos que mi padre acababa de arreglar (el año pasado echamos abono y habían crecido muchos matorrales y hierbajos). Ya se ha jubilado y últimamente había sondeado la idea de pasar largas temporadas en el pueblo, descansando y haciendo de agricultor.
Al ver la foto, automáticamente pensé en mi abuelo, al que nunca conocí y del que tampoco me han hablado demasiado. Mi abuelo tuvo una vida difícil y fugaz. La pobreza le obligó a meterse en la Guardia Civil, lo que le llevó a pasar más de una década destinado en la ría de Bilbao –a casi un día del pueblo en tren– durante algunos de los años más sangrientos de Eta. Su siguiente destino fue un pueblo de los Montes de Toledo, harto menos peligroso, pero donde, en palabras de mi abuela, «no había etarras, pero su sargento le tenía a base de disgustos, que era casi peor». Mi abuelo aspiraba a retirarse en cuanto pudiera para dedicarse a su verdadera pasión, el campo, pero a partir del traslado a Toledo su vida no dio mucho más de sí: falleció recién entrado en los cuarenta.
No pude evitar emocionarme un poco al ver en la foto de WhatsApp a mi padre cumpliendo como pocas veces ocurre y de forma póstuma el sueño del suyo. Encima, al fondo de la foto, casi escondido, se intuía uno de los pocos bienes que mi abuelo dejó tras de sí: el viejo Land Rover que compró precisamente para sus andanzas en el campo y que apenas alcanzó a usar; el viejo Land Rover que mi padre, a pesar de no haberlo usado casi, ha conservado todos estos años con un celo impropio de él.
Al día siguiente, ya de vuelta, le comenté a mi padre que me hacía ilusión que fuera a cumplir el sueño del abuelo: retirarse en el pueblo como agricultor. «Agricultor no», dijo riéndose. Insistí si no se quedaría algunos olivos o almendros, como me pareció haberle escuchado unos meses atrás.
–No, los almendros ya no producen, son muy viejos.
–¿No ibas a replantar? –le pregunté.
–No. Son fincas muy pequeñas y no tienen agua. Lo venderé todo. Bueno –añadió–, en realidad todavía no lo sé. Quizá me quede con el olivar grande, que tiene pozo. Tendré que pensarlo.