Hace algún tiempo, me hallaba en un tren de vuelta de un viaje de trabajo con varios compañeros. Era viernes por la tarde y todos estábamos exhaustos. Entre cabezada y cabezada, charlábamos. No recuerdo a cuento de qué, en un momento de la conversación, un colega que iba delante se giró hacia mí y hacia mi compañero de sitio, se puso de rodillas sobre sobre su asiento y se dispuso a tratar de explicarnos los fundamentos del electromagnetismo y las ecuaciones de Maxwell. Así, a pelo. Mi compañero dedicó cerca de una hora de viaje a monologar con entusiasmo sobre cargas, campos y corrientes ante las miradas atónitas del resto del vagón. Sus improvisados alumnos, como es natural en dos personas que dejaron la Física en Secundaria, apenas entendimos nada y lo poco que creímos entender entró y salió de nuestra memoria sin dejar el menor rastro.
He conocido a poca gente tan inteligente y sabia como este compañero, que no sólo comprendía a la perfección no pocas cosas del mundo, sino que encima era capaz de explicarlas. Durante ese viaje, en los escasos ratos libres que tuvimos, nos habló de historia, de arquitectura, de telecomunicaciones, de filosofía… Nos explicó cómo funcionaba el WiFi y los códigos de barras, o por qué la forma más eficiente de cubrir una superficie con copias de un mismo polígono es hacerlo con hexágonos con la facilidad del que explica cómo freír un huevo.
Esta semana, trascendían unas declaraciones de la actriz Victoria Abril en las que ponía en cuestión la efectividad y seguridad de la vacuna contra la covid y en general, la gravedad de la pandemia. Vaya por delante -apunto, como si importara a alguien- que mis intuiciones respecto a los temas que tocó la protagonista de Átame están bastante en la línea de lo que podríamos llamar el consenso general y, por tanto, muy alejadas de las de la actriz. Pero no me interesa tanto lo que dijo Victoria Abril como la reacción que suscitó.

Mientras las teles y las radios abrían informativos y tertulias con fragmentos de la intervención de Abril, la turba de tertulianos, tuiteros, presuntos divulgadores y demás aves carroñeras ya planeaban sobre su presa. Combinando sus ínfulas de eruditos con sus rancios intentos de ponerle a todo una puntilla ingeniosa y valiéndose de ese impostado tono de guardianes de la Polis que acostumbran a gastar, muchos opinólogos se lo pasaron pipa dando leña al mono y lógicamente, remataron la faena con sus palabras favoritas: bulos, fakes, conspiracionistas, terraplanismo, negacionismo…
Volviendo a mi viaje de trabajo, una preciosa tarde de sol, paseando por la ciudad, nos cruzamos con una manifestación de los llamados negacionistas del covid. Nos llamó la atención la falta de coherencia interna entre algunos de los carteles que portaban: mientras que varios sostenían que la pandemia no existía, otros insinuaban que esta había sido provocada por los gobiernos. Sin embargo, hablando un rato entre nosotros llegamos a la conclusión que, quitando a personas excepcionales como nuestro compañero, la gran mayoría de nosotros, que Universidad mediante lo ignoramos todo sobre casi todo, no podríamos ganar un debate sobre muchos de los asuntos que nosotros damos por sentados y los conspiracionistas de toda índole ponen en cuestión. ¿Seríamos capaces de explicar por qué la tierra es redonda con el mismo convencimiento con el que explicaríamos que 2+2 es 4? ¿Sabríamos exponer cómo y por qué funciona una vacuna con la soltura con la que expondríamos cómo se arranca un coche y se mete primera? Por favor, si nos cuesta explicar explicar con claridad cómo funciona una puta bicicleta.
De igual manera, no es ningún secreto que el grueso de los voraces opinólogos que se lanzaron sobre Victoria Abril serían del todo incapaces de argumentar sólidamente contra uno de estos negacionistas o contra la misma Victoria Abril, y eso que no parece que la actriz vaya sobrada de luces o de información. Y es que hace exactamente un año, muchos de ellos empleaban la misma condescendencia, la misma retórica chatarrera y faltona y hasta los mismos adjetivos para descalificar a aquellos que estaban preocupados por el coronavirus. Como Victoria Abril, ellos andaban sentando cátedra sobre temas de los que no tenían ni pajolera idea, pero a diferencia de esta, encima lo hacían por trabajo. Por aquel entonces, sí se llevaba el negacionismo, pero el de los opinólogos, y en sus tweets y sus columnas, el papel de conspiranoicos y negacionistas lo interpretaban, curiosamente, los que en lugar de negar afirmaban tenerle miedo al virus. A veces, sin causar disonancia alguna, el presunto conspiranoico era un médico o un matemático y el que se lo llamaba, un periodista sin la carrera acabada. En esos tiempos que ahora parecen tan lejanos, una mascarilla era análoga a un gorrito de papel de aluminio; su utilidad principal era la de señalar a los idiotas -podríamos llamarles “afirmacionistas”.
Por poner un ejemplo, de cómo podría ser un debate entre un negacionista antiguo (un opinólogo) y un negacionista actual, en sus declaraciones, Victoria Abril puso en duda que las vacunas hubiesen sido probadas en humanos (sin aportar ninguna prueba). En dicho debate, claro está, la actriz tendría que aportar pruebas para probar su afirmación, pero de igual modo, rebatirla desde un argumento medianamente justificado requeriría tener algún conocimiento de la industria farmacéutica o como mínimo haberse leído algún informe de las instituciones que han desarrollado la vacuna, conocer las distintas fases del proceso, sus fechas… ¿Cuántos de los que le levantaron el dedito a Victoria Abril creéis que han hecho esto a menudo en todo lo que llevamos de pandemia? Yo mismo no lo he hecho, ni tengo intención de hacerlo y admito que, en este punto, confío ciegamente en que en las capas que median entre las farmacéuticas y yo (agencias del medicamento, funcionarios, investigadores…) alguien sí lo haya hecho. En un debate contra el llamado negacionista, a bote pronto ese sería mi único argumento viable, el de la fe en el sistema, y sospecho que sería también el de la mayoría de opinólogos. A decir verdad, sería munición bastante pobre. Vaya, que a lo mejor te daría para ganar por 1–0, pero no para escupir sobre el rival.
Hablar de un tema complejo con autoridad y llegar al punto de ridiculizar a quien habla de este tema sin saber requiere, sobre todo, conocimientos. Pero los opinólogos, siendo tanto o más ignorantes que cualquiera de nosotros, viven (muy bien) a base de meterse hasta las rodillas en este tipo de charcos con la altanería de un brahmán de la India. Por ello, creo que es casi una obligación moral confrontar con ellos y de cuando en cuando, ponerles frente al espejo desde los pequeñísimos espacios y altavoces de los que las personas normales disponemos. Iniciativas como la de @SoloGripismo, una cuenta de Twitter que está rescatando las bravuconadas que muchos opinólogos de cabecera andaban soltando hace un año acerca del coronavirus o las mascarillas son absolutamente necesarias.
Eso sí, conviene mantener los pies en el suelo y partir de la base de que este tipo de proyectos difícilmente van a contribuir a mejorar el triste panorama mediático del país. Por muy exitosos que sean, tampoco creo que vayan a bajar los humos de los opinólogos o a hacer que afronten aquello que desconocen con un poquito más de humildad. ¿Quién en su sano juicio cambiaría la estrategia que le ha llevado a salir en los principales medios del país y a levantarse cantidades indecentes de dinero por comer de algo que podría hacer cualquier persona -decir tonterías? No obstante, aunque estas iniciativas no vayan a cambiar al mundo, sí pueden ser efectivas en aras de un fin menos noble pero de largo más morboso: dar a los opinólogos en el sitio donde más les duele, que por supuesto, no es el bolsillo. Es el ego.